1. Un contour blue
- Valfré Saavedra
- 17 sept 2020
- 4 Min. de lectura
Tenía diecisiete años, estaba casi por cumplir dieciocho la noche aquella que caminaba por una calle adoquinada del centro de la ciudad de casi toda mi vida.
De repente tú. Paseándote casualmente, dando vueltas y vueltas te vi pasear una y dos veces frente a mi, sonriéndome y guiñándome te detuviste a la tercera vuelta que diste. Tú, con el poder de poseer con la mirada, tú con los labios más deseables y el gesto de un hoyuelo coqueto al borde de la sonrisa, tú con la piel bronceada y cabello ondulado, me hablaste a la vista y al gusto.
La primera vez que te caché viéndome yo me hice el desentendido. La segunda vez que pasaste, dándome otro chance para hacerte caso, fue que te sonreí. La tercera vez, que fue la vez que paraste, me fui contigo.
Me subí a tu auto, un contour blue del noventa y tantos, cautivado por tus ojos, tus pestañas, tu sonrisa pícara, tu piel apiñonada, morena y acaramelada; y tú voz, tu voz que vino a derretir mis fuerzas, mi resistencia y mi cautela como si fueran una cera que escurría entre tus manos, tus hermosas manos cuadradas, largas y atrevidas, llenas de confianza y seguridad.
Me subí a tu auto y arrancaste antes de que se subiera mi arrepentimiento, antes de que pudiera pensar correctamente y retractarme. Me fui contigo viendo pasar las luces de los faroles de la calle sin saber a dónde íbamos a parar, sin saber si un día pararías, sin saber que sucedería conmigo, si sería la vida o la muerte la que me esperaba.

Paraste a pie de calle frente a una tienda de paso y compraste vino, cigarrillos y condones y entonces supe que sería la vida lo que me esperaba sin importar al lugar al que me llevaras. Yo iba feliz, feliz y emocionado, tan emocionado de conocerte, de estar contigo compartiendo contigo la aventura de mi vida.
La segunda vez que detuviste el auto fue cuando llegamos a tu casa. Te seguí entonces por la bajada de una escalera que daba hacia un jardín que apenas pude distinguir en la noche para después caminar por un pasillo que daba hasta tu puerta, la misma que se cerró detrás de mí desde esa noche y para siempre.
Esa noche me diste vino en una copa, en tus manos y en tu boca. Me diste a fumar cigarrillos y le diste el humo de tus labios a mi boca. Me diste besos tiernos, me diste besos llenos de vino que vertiste en mi boca y me diste besos de lengua. Me pasaste tu lengua desde mi boca hacia el oído y bajaste por mi cuello y te fuiste hasta mi nuca. Pusiste mis manos y mi cara contra la pared, pusiste tu peso sobre mi espalda, jalaste mi pelo con una mano mientras con la otra tocaste mis muslos, mi ingle y mi ser. Esa noche lo que creí que era mío dejó de serlo y ahora te pertenecía. No eran mis muslos, no era mi nuca ni mi cuello ni mi oído ni mi boca, todo se había hecho tuyo, pero lo que más se había hecho tuyo fue mi voluntad.
Me tuviste desnudo, echado sobre un colchón, sentado en un sillón, a gatas sobre una toalla, debajo del agua de una regadera, volando sobre una mesa de centro, volando con las piernas en alto, bien en alto, con la planta de los pies mirando al techo y yo mirando tu cuerpo encima de mi, mirando el reflejo de nosotros en el muro de espejos de tu cuarto. Volé, volé alto y soñé, soñé alto. Esa noche perdí mi edad, perdí los diecisiete y me salté los dieciocho. Esa noche dejé de ser lo que había sido antes, esa misma noche sin conocer al "nuevo yo" me había echo a ti. Me hice a tu cuerpo grande que se me acercaba una y otra vez y otra y otra y otra vez para dejarme adolorido y feliz, deseoso y necesitado, con ganas de volver a sentirme lleno pues mi cuerpo se había echo grande y el espacio más grande y mis deseos más grandes; todo se me había hecho grande entonces.
Tú me enseñaste cosas del amor que no conocía, tú me enseñaste el amor, tú me enseñaste cosas que no había imaginado sobre el amor. Tú me enseñaste cosas sobre mi cuerpo que yo no sabía. Me enseñaste a usar mi cuerpo, a doblarme, a flexionarme, a resistir la respiración, a contener un gemido y a gritar hacia adentro.
Y después de dos noches que me tuviste desnudo, volteado, acostado, recargado y de pie, me devolviste mis ropas que no había visto desde dos noches anteriores. Me devolviste una camisa a la que le faltaban dos botones que habían salido volando al instante que me sometiste contra el muro, unos pantalones arrugados que cuando quise ponerme ya no me quedaban igual, unos calcetines que no tenían sentido y a mí que yo ya no era el mismo ni lo volvería a ser jamás, porque para entonces había conocido lo que era la vida y lo que quería de ella.
Algo me hacia falta al momento de vestirme y no eran mis calzones que habías tirado por la ventana la primera noche, ni los botones que salieron volando, tampoco era la costura de mis pantalones que quedó abierta por los tirones que le diste para quitármelos, no, no era eso. Algo me faltaba y sentí miedo. Sentí miedo porque en esas horas contigo se había tejido el lazo que me ataba a ti por siempre, uno que me ataba a ti de cabeza, corazón y cola. Me había convertido en un incondicional, en un sirviente esperando órdenes, me había convertido en un condenado.
Cruce la puerta y algo se quedó detrás de ella. Salí de tu casa y algo se quedó ahí. Subí a un taxi y era de noche otra vez y otra vez vi pasar las luces de la calle y comenzó a llover. Ahí iba yo, en un taxi bajo la lluvia yendo hacia mi casa y otra parte de mí queriendo regresar por más, porque yo ya no era suficiente, porque yo ya estaba incompleto, porque estaba enamorado, profundamente enamorado de quién me besó, me tocó, me tomó, de quien me hizo de sí.
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