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Bastó un beso

  • Valfré Saavedra
  • 4 jul 2017
  • 2 Min. de lectura

Todo me dio vueltas; el piso, la cabeza y el cielo.

Bastó un beso para despegar los pies del suelo y comenzar a volar, un beso y llegué al cielo, un beso y perdí la cabeza, la memoria y la idea.

Había dejado atrás todo lo vivido, había olvidado los nombres del pasado, aquellos nombres de amores anteriores, se habían quedado atrás el recuerdo de los días vividos y de las promesas hechas y juradas, todo se había ido, hasta la experiencia.

Tú llegaste sin aviso, inesperadamente, como las buenas sorpresas o las buenas noticias, así, de pronto, sin intenciones, sin búsquedas desesperadas o forzando a la coincidencia. Llegaste como llega el día después de la noche, como la primavera después del invierno, como el renacimiento del pastizal después del incendio, como agua de lluvia en tiempo de sequía; así de hermosa fue tu llegada.

Yo te vi sosteniendo una enorme pared de siglos pasados en tu espalda, ahí estabas tú, haciéndote pasar por el Atlas, y aunque no cargabas ningún cielo en tu espalda, para mí ya eras una fantasía que solamente permanecía de pie descansando la espalda pero magníficamente.

Te observé por un instante y guardé esa imagen tuya en el centro de mi cerebro, en el centro de mi espina dorsal y nunca te pude olvidar desde ese instante.

Pasé contigo un par de horas conversando, conociendo tu historia, conociendo tu vida, conociendo tus ojos y tu voz y midiendo el ancho de tu espalda con abrazos imaginarios. Pasé el resto de la tarde imaginando el roce de tus manos y la textura de tus labios.

Pasó la tarde insospechadamente, en silencio, tranquila, dejando al reloj sin tiempo y a mí sin idea y sin sospecha alguna de lo que había sucedido en mi cabeza y en mi cuerpo. Estabas en mi mente, en mi cerebro, en mi raquis, en mis piernas que querían irse contigo, en mis manos que querían acariciarte. Habías entrado por la puerta de mi corazón y por las ventanas de mis ojos, te habías metido a la casa de mis sentidos, habías redecorado todas las habitaciones de mi cuerpo, todos los rincones de mi cuerpo y aún no usabas tus manos.

Eras absolutamente el Atlas cargando nuevos cielos sobre la espalda, traías contigo un mundo distinto al mío, y pude verlo y sentirlo tan pronto me besaste debajo de farol, en una calle de adoquín, entre las diez y las once de la noche, entre las doce de la media noche y las ganas de no dejarte, entre despacio y desesperación, entre el deseo y la impaciencia; entre tantas cosas yo ya te quería, entre tanto, yo ya te amaba.


 
 
 

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