Del insomnio y la noche que volviste
- Valfré Saavedra
- 18 abr 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 29 abr 2020
Traté de dormir esperando con mucho deseo que mi cerebro no comenzara a mover los muebles en mi cabeza o sacar las viejas cajas empolvadas que por los rincones de la memoria había escondido.
A veces escucho cómo es arrastrada la silla que pertenece a la mesa sobre la que había un camino de mesa que fue bordado en Chiapas, realmente hermoso. Y de pronto, me siento a tomar café negro cargado sin azúcar preparado en una cafetera de estilo italiano de color rojo carmín. A veces me prendo un cigarrillo mientras veo la taza medio vacía; en otras ocasiones me pongo de pie y camino hacia la ventana a mirar los árboles viejos y vivos que aún hacen de las suyas tirando hojas en otoño y echando flores en primavera. Me quedo detenido en el tiempo aunque el cigarro se consume, parezco un fantasma a contraluz que se asoma entre el humo y la marquesina de la ventana. Y pienso. Pienso en el piso de antes, en el que antes estaba de color blanquecino con manchas verdes como si fuesen de agua, un piso anticuado que además con los años se había estropeado y levantado. Pienso en el piso nuevo que la anciana dueña hizo cambiar. Pienso en los muebles grandes, viejos y pesados que ya estaban antes de llegar. Cuánto recuerdo la madera de esos muebles y las puertas en donde guardamos botellas de alcoholes, de whiskys, de tequilas, de mezcales, vinos y cervezas y los libros y papeles que guardamos ahí mismo.
Me acuerdo de la artesanía que descansaba sobre el enorme trinchero que guardaba los alcoholes. La calavera de color verde-agua pintada y dibujada a mano a la que a veces le colocamos por dentro velas pequeñas que encendimos por las noches y cuando los ojos se le iluminaban del fuego del pabilo yo podía ver el futuro de nuestras noches. Ahí mismo descansaba tu maceta con la planta que arrastraste por todas las casas en las que habías vivo antes, a la que habías hecho tu amiga de soledad, de viajes, de amores, de encuentros y desencuentros pero que nunca nombraste. Tenía la pinta de ser una palmera pero era más un indeciso arbusto de hojas pinnadas que vivió en muchos rincones de una misma habitación y que nunca se encontraba tan feliz hasta cuando le dijiste que se quedaría sobre el mueble enorme aquel y junto a la ventana grande en donde te postrabas a fumar de dos a tres cigarrillos por la mañana acompañado de tu café con leche, la misma ventana por la que yo veía el resto de las estaciones pasar.

Un libro viejo abierto con las hojas amarillentas y roídas por los años descansaba entre el muro y la trinchera, y sobre ese muro colgaban cuadros nuestros que sin contar nada hablaban de nosotros. Pendían de un hilo muñecos de artesanías pintadas a mano sobre tela de lino endurecida con cabezas hechas de hueso de coco que bailaban con el viento que entraba por las ventanas cercanas mientras tomábamos mezcales en tarros pequeños de barro, recuerdos de una boda de no sé qué año en mes de noviembre a la que fuimos de la mano, de lino y sombrero, y naranjas partidas con sal de gusano comimos y bebimos sentados sobre las sillas de palma tejida a las que había puesto asientos suaves de tela de paliacate amarilla, sobre la misma mesa con el camino de mesa de Chiapas con bordados de diferentes verdes y color marfil mientras tarareábamos "amanecí en tus brazos", y recuerdo que tú me querías decir no sé qué cosas; pero callé tu boca con mis besos, y así pasaron muchas, muchas horas.
Brindamos muchas veces, reímos muchas veces. Fumamos cigarrillos de caja, fumamos cigarrillos hechos a mano y fumamos también cigarrillos de marihuana para relajarnos y para divertirnos. Reías más cuando más afectado tenías el humor y era cuando más veces me decías "mi amor", porque lo "marihuano" saca lo más bonito del ser humano, y a ti te sacaba el amor, el intelecto y los títulos de libros que nunca memoricé.
La casa creció como también las necesidades y las amenidades. A pie de las ventanas nos hicimos de un pequeño jardín de plantas de ornato y hasta un aguacate que cultivaste en un vaso con agua primero y después trasplantaste al jardín del comedor en donde quedaba la mesa con el camino bordado verde que desde Chiapas habías traído y que siempre me encantó. Llegaron las flores, el aguacate y una cannabis que hiciste crecer para darnos compañía y para que se hicieran amigas de tu arbusto viajero.
Se fue el sueño y llegaron los recuerdos que habían estado guardados en los rincones de mi traicionera mente. Yo ya no estaba presente, me fugué en una noche sorda repleta de ruido y grillos estridulantes. Me acordé de la mesa, de las sillas, del bordado verde, del café y la cafetera, los cigarrillos, las plantas, las artesanías, el libro, las botellas, los pisos y tus conversaciones. Nada se había ido, tampoco estaba oculto, faltaba un momento prolongado de exilio y sentencia para acordarme de lo que había intentado olvidar. Nunca me fui de esa casa, nunca dejaste de existir, nunca en realidad dejé de ponerte atención. Nunca me deshice de tus manos ni de tus gestos ni del color de tu pelo ni del sombrero aquel que use en la boda aquella de la que, por cierto, al mes vino el divorcio.
Me preocupé por encontrar a los muñecos de manta pintada con cabezas de coco, los retratos que tenía en aquel muro. Busqué la calavera, el libro, el sol, la rosa, la mano, el corazón, las jaras, el valiente, la muerte, tú... ¡Lotería!
Me encontré con tus fotos y tus cartas; y de pronto ahí estabas sonriéndome desde la ventana con tu taza de café y el mío cargado sobre la mesa con aquel bordado verde dándome los buenos días con el cigarrillo encendido. Un guiño y ya. Yo te sonreí.
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